Fiebre

Fiebre

El incremento de temperatura (fiebre) es una respuesta de protección del cuerpo ante la infección y la lesión. La elevada temperatura corporal mejora los mecanismos de defensa del organismo aun cuando pueda causar un pequeño malestar a la persona. La temperatura se debe considerar elevada cuando es superior a 37,8°C medidos con el termómetro en la boca. A pesar de que una temperatura de 37°C se debe considerar normal, la temperatura corporal varía de acuerdo con la hora del día, siendo más baja por la mañana y más alta al finalizar la tarde, cuando puede alcanzar los 37,7°C. El hipotálamo, una parte del cerebro, ejerce el control de la temperatura corporal. La fiebre es consecuencia del reajuste en el termostato del hipotálamo. Al aumentar la temperatura corporal, la sangre se desplaza de la superficie de la piel hacia el interior del cuerpo, lo que reduce la pérdida de calor. Los escalofríos se producen para incrementar la producción de calor mediante la contracción muscular. Los esfuerzos del organismo por conservar y producir calor continuarán hasta que la sangre llegue al hipotálamo a la nueva temperatura más elevada. Entonces, la nueva temperatura más alta se mantiene. Luego, al volver el termostato a su nivel normal, el cuerpo eliminará el exceso de calor mediante el sudor y el desvío de la sangre hacia la piel. La fiebre puede seguir un patrón: algunas veces la temperatura llega a un pico máximo y luego vuelve a la normalidad. Por otro lado, la fiebre puede ser remitente, es decir, que la temperatura varía pero recupera la normalidad. Ciertas personas, como por ejemplo los alcohólicos, las personas mayores y los muy jóvenes, pueden presentar un descenso de la temperatura como respuesta a una infección grave. Las sustancias productoras de fiebre reciben el nombre de pirógenos. Éstos pueden provenir del interior o del exterior del organismo. Los microorganismos y las sustancias que producen (como las toxinas) son ejemplos de pirógenos formados en el exterior del cuerpo. Los pirógenos formados dentro del organismo suelen ser producidos por los monocitos. Los pirógenos exteriores al cuerpo provocan fiebre al estimular el organismo para que produzca sus propios pirógenos. La infección no es la única causa de fiebre; ésta también puede ser consecuencia de una inflamación, un cáncer o una reacción alérgica. Por lo general, la fiebre tiene una causa conocida, que es a menudo una infección (como gripe, neumonía, infección de las vías urinarias o alguna

otra infección) que el médico puede diagnosticar fácilmente mediante una breve historia, una exploración física o mediante la realización de pruebas complementarias como una radiografía de tórax y un análisis de orina. A veces, sin embargo, la causa de este síndrome no es fácilmente discernible. Si la fiebre continúa durante varios días y no tiene una causa obvia, se hace necesario investigar más específicamente. Entre las causas frecuentes de fiebre en los adultos, aparte de las infecciones, se incluyen las enfermedades causadas por anticuerpos generados contra los tejidos de la propia persona (enfermedades autoinmunes) o un cáncer no detectado (en especial leucemia o linfoma). Para determinar la causa de una fiebre, el médico pregunta al paciente los síntomas y las enfermedades presentes y pasadas, la medicación que se está tomando, la exposición a infecciones y los viajes recientes (en especial al extranjero). En ocasiones este último dato da la pista definitiva sobre la causa de una fiebre, ya que algunas infecciones sólo se presentan en áreas determinadas. Por ejemplo, la coccidioidomicosis (una infección micótica) aparece casi exclusivamente en el sudoeste de Estados Unidos. Otro ejemplo es una fiebre que aparece cada dos o tres días en un paciente que ha realizado un viaje a una zona endémica del paludismo. Una historia de exposición a ciertos materiales o animales también es importante. Por ejemplo, una persona que trabaja en una planta de empaquetamiento de carne es más propensa a presentar una brucelosis. Después de hacer este tipo de preguntas, el médico practica una exploración física completa para encontrar una fuente de la infección o alguna evidencia de enfermedad. También puede enviar muestras de sangre y de otros fluidos corporales al laboratorio para realizar el cultivo de microorganismos, o para que se realicen otros análisis de sangre con el fin de detectar la presencia de anticuerpos contra microorganismos específicos. El aumento en la cantidad de glóbulos blancos suele indicar infección. El recuento diferencial (la proporción de distintos tipos de glóbulos blancos) proporciona más pistas. Un aumento de neutrófilos, por ejemplo, sugiere una infección aguda por bacterias. Un aumento de eosinófilos indica la presencia de parásitos, por ejemplo, tenias o nematelmintos. Cuando una persona tiene una fiebre de al menos 38,3°C durante varias semanas cuya causa no se descubre con una investigación exhaustiva, el médico puede considerarla como una fiebre de origen desconocido. En estos casos, puede deberse a una infección crónica poco corriente o a algo distinto de la infección, como una enfermedad del tejido conectivo,

cáncer o algún otro tipo de enfermedad. La ecografía, la tomografía axial computarizada (TAC) o una resonancia magnética nuclear (RMN) pueden ser útiles para diagnosticar la causa. Otro tipo de pruebas complementarias, como las que utilizan marcadores radiactivos, se utilizan para identificar áreas de infección o inflamación. Si los resultados de todas las pruebas anteriores son negativos, el médico puede necesitar obtener una biopsia del hígado, de la médula ósea o de otra área de la cual se sospeche que pueda ser el origen de la fiebre. La muestra es examinada posteriormente al microscopio. Como la fiebre ayuda al cuerpo a defenderse contra la infección, se debate si debe ser tratada sistemáticamente. Sin embargo, una persona con fiebre alta suele sentirse mucho mejor cuando la fiebre es tratada. Los fármacos utilizados para bajar la temperatura corporal reciben el nombre de antipiréticos. Los más eficaces y ampliamente utilizados son el paracetamol (acetaminofén) y los antiinflamatorios no esteroideos (AINE), como la aspirina y el ibuprofeno. En los niños y adolescentes se prefiere el uso del ibuprofeno y paracetamol al de la aspirina porque ésta aumenta el riesgo del llamado síndrome de Reye que, aunque es poco frecuente, puede ser mortal.